El cielo ya no se encuentra en estado moldeable a las figuras de mi imaginación. Se escapan las nubes dentro de un globo. Su peso hunde el aire a su paso y yo, pequeña alga traslúcida, temo su caída sobre el agua evaporada del planeta.
Hay luz en la cara oculta de aquella roca y giro para alcanzar un calor azul que no me corresponde.
La calidez es un recuerdo sin forma.
El dolor tiene múltiples manifestaciones. Y una de ellas es el vacío blanco que persigue las horas de una madrugada gélida. Diciembre es un castigo y merezco este mes por todos los pecados del Hombre.
¿Ves los átomos dispersarse para crear nuevos mundos? El big-bang invisible otra vez ante nuestros ojos.
La vida se expande, fina como un hilo, y en su tela me enredo sin experiencias ni sentidos.
Y ahora regresas, para despertar la momia de mis caderas y mi lengua, invocando a una Cleopatra que nunca existió en esta dimensión. Puede que fuera egipcia en mi anterior vida, pero en ésta soy flor seca, gastada como una hoja pisada por el otoño y sus hijos.
Las paredes son de agua y navego sin espacio ni remos, venciendo a las olas cotidianas agrandadas por el viento de tu pulso inesperado.
Llamas al Bien por su nombre abstracto y pierdes la voz. El lenguaje se rebela en su trastero apulgarado.
Y un llanto de lana pronuncia lágrimas que no duelen. Pero están y eso no se olvida (aunque se quiera).
La Verdad es un estado del océano y siento la llamada de la profundidad para purificarme: paz azul de espuma en la renovación sobrevenida de mi sangre.
Y las sombras, entre rejas, se revuelven como un cadáver vivo dentro de un ataúd estrecho. Allí persisten todas, detrás de los barrotes. Llámalas carne o cuerpo. Qué más da cómo las identifiquemos. Todo es relativo, prescindible, mutable y perecedero.
¿El sol está violeta o es la redención de mi mirada que satura los colores después de un largo invierno?
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